lunes, 24 de diciembre de 2012

El ritual de la biblioteca


Observar una biblioteca de una universidad a lo largo de un cuatrimestre resulta bastante curioso.

Durante el primer mes de clase, apenas se ven más de una docena de personas en ella al mismo tiempo, la mayoría buscando algo puntual que necesitan consultar y algunos de ellos, una minoría, realmente sentándose a estudiar en serio desde el primer día de clases.

A partir del segundo mes, con el aumento del volumen de trabajo, aumenta también el número de gente que acude a la biblioteca, llegando incluso a llenar la mitad de los sitios disponibles durante algunos momentos de la mañana. Esta situación se da hasta prácticamente finalizadas las clases, cuando se vuelve a producir un cambio.

Si entras en la biblioteca de una universidad durante la última semana de clases encontrarás apenas entre un diez y un veinte por ciento de los puestos de estudio sin ocupar.

Lo que sucede una vez terminan las clases depende del cuatrimestre en que nos encontremos. Si es el primero, en el que encontramos las vacaciones de navidad se dará un descanso en que la biblioteca, durante los días de las vacaciones en que abra, estará aproximadamente llena hasta la mitad de su capacidad. Si se trata del segundo cuatrimestre pasaremos directamente a la misma situación que se da una vez terminadas las vacaciones.

Llegado el siete o el ocho de enero, dependiendo del año, y el día de finales de mayo en que las clases acaben de terminar, la asistencia a las bibliotecas se triplica, y para poder encontrar sitio en una hay que llegar con al menos media hora de antelación respecto al momento de su apertura, puesto que la cola para entrar llega a alcanzar tal tamaño que los últimos de esta ya no encuentran sitio y tienen que buscar algún otro lugar para estudiar.

Una vez terminados los exámenes, el ciclo vuelve a empezar y las bibliotecas tienen un descanso.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Exámenes


Desayunar a las ocho de la mañana un día en que no tenía clase ni debía ir a ningún sitio no era algo que la atrajera especialmente. De hecho odiaba despertarse pronto.

Por desgracia, se lo había buscado ella solita.

Al día siguiente tenía el primer examen de aquel cuatrimestre y tenía que estudiar, por eso llevaba una semana levantándose tan pronto y estudiando hasta que le dolía la cabeza, a pesar de que al no tener que asistir a clase podría haberse levantado algo más tarde.

Si hubiese seguido sus propios planes aquello no le habría pasado. En retrospectiva, estudiar aunque fuese una hora al día entre semana no parecía algo tan terrible o, como había pensado ya bien entrado el curso, empezar a hacerlo un par de horas diarias en diciembre. Había hecho planes, se había preparado horarios para asegurarse de que podía cubrir toda la materia durante un mes previo a los exámenes y así evitar, por una vez, el frenético repaso de los días previos a los exámenes por no haberse preparado nada.

Una vez hechos, los horarios habían quedado olvidados en un cajón, ignorados por completo. Había pasado los últimos días de clase y todas las navidades sin apenas mirar los apuntes y por eso ahora tenía que darse prisa en memorizar todo lo posible con apenas un par de días de tiempo por examen.

Terminando de desayunar, se prometió a sí misma que aquello no volvería a suceder y que a la próxima vez se organizaría bien el tiempo, olvidando convenientemente que era la misma promesa que llevaba años haciéndose cada vez que llegaban los exámenes sin que se los hubiese preparado.

jueves, 29 de noviembre de 2012

La razón


Durante mucho tiempo se había sentido mal al saber que sus compañeros de clase, la gente que debía considerarla como una igual, la despreciaban por ser distinta a ellos. Incluso algunos profesores la trataban de forma distinta a los demás alumnos, como si pensaran que no merecía la pena malgastar su tiempo con ella.

Aquello cambió cuando se dio cuenta de cuál era esa diferencia que a nadie parecía gustarle: ella era capaz de pensar por si misma, de formarse sus propias ideas independientemente de la moda, los programas de televisión o lo que los demás dijeran.

Ellos no podían.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Soledad



Durante varios años, de niña y en la primera parte de su adolescencia, había tratado de encajar con los que deberían ser sus iguales. Cuando tuvo claro que no sería capaz de relacionarse con ellos porque no tenían nada en común y no podía forzarse a sí misma a tenerlo. Pasaba el tiempo sola, ignorada por todos a su alrededor y en silencio. Podía pasar días enteros sin decir ni una sola palabra y llegó a sentirse como un fantasma, un adorno o incluso como parte de la pintura que cubría las paredes.

En más de una ocasión entretuvo la idea de suicidarse, y estuvo a punto de llevarla a cabo varias veces.

Ahora, años después, había encontrado una solución a su extrema soledad: su mente. Poco a poco fue forjando paisajes, personas y situaciones y, antes siquiera de darse cuenta de ello, comenzó a vivir en su propia mente. Pasaba las horas del día en que tenía que convivir con otros realizando los movimientos de forma mecánica, deseando que terminase el día. Cuando llegaba a casa se tumbaba, cerraba los ojos y se marchaba a vivir a un mundo donde sí era querida, donde no era un bicho raro por no ver tal o  cual serie o no escuchar un determinado estilo de música.

En su mente tenía amigos y gente que la valoraba por sí misma.

Y en su mente quería quedarse para siempre.

domingo, 21 de octubre de 2012

Silencio


El silencio está tremendamente infravalorado. La gente cree que para estar con otras personas de forma confortable se tiene que estar hablando el mayor tiempo posible. En un grupo de más de diez personas el resultado es una horrenda cacofonía que impide que uno escuche incluso sus propios pensamientos.

Para aquellos pocos que saben cómo disfrutar de un ambiente tranquilo y silencioso estar en, por ejemplo, una clase en la que todos los alumnos están hablando al mismo tiempo resulta muy desagradable, llegando incluso a causar reacciones físicas como un dolor de cabeza.

El efecto adverso de estas situaciones se acentúa más por la costumbre humana de gritar más que el de al lado. De este modo la cacofonía va subiendo el volumen hasta convertirla en lo que parece una asamblea de gallos al amanecer. Solo que este amanecer puede durar horas.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Cerdos



La ventaja de ser una marginada es que la gente se olvida de tu presencia con asombrosa facilidad. Es increíble lo que se puede llegar a escuchar cuando a la gente a tu alrededor no le importa lo que puedas opinar, pensó ella tratando de ignorar a los dos chicos y centrarse en la pantalla de su portátil. No le interesaba escuchar aquello, no quería escucharlo.

A cada palabra, su fe en la raza humana y, sobretodo, en el género masculino, se iba hundiendo más y más.

¿Qué le importaba a ella que uno de esos chicos, que aparentemente llevaba dos años con la novia, aprovechase cada oportunidad que tenía con su trabajo de DJ para acostarse con otras mujeres de las que hablaba como si fuesen zorras en celo que prácticamente se le abrían de piernas al estar con él tres minutos? ¿O qué el otro chico llamase a las becas Erasmus “Orgasmus”, como al parecer hacían otros tantos, por lo fácil que le había resultado acostarse con mujeres en el extranjero? Por supuesto, el segundo también tenía una novia de varios años-

Mientras los escuchaba, la chica no pudo evitar pensar que lo iba a tener difícil para encontrar novio y, sobretodo, para mantenerlo. Ella no podía ni imaginarse manteniendo una relación cordial con esa clase de hombre, mucho menos una relación romántica. Al pensar en eso no pudo evitar sentir lástima por las pobres chicas que salían con los tipos sentados frente a ella, y se preguntó qué clase de personas serían: ¿no sabrían lo que sucedía? ¿Tenían una opinión tan baja de sí mismas que aceptaban aquello como lo mejor que podían conseguir? ¿O acaso estaban bajo la impresión de que conseguirían cambiarlos con el tiempo?

Mientras apagaba el ordenador, pensó que si un hombre le hacía algo así a ella lo mataría. Y no encontrarían el cadáver.

martes, 16 de octubre de 2012

Visión


Me dolía la cabeza. Me dolía tanto que apenas era consciente del frío a mi alrededor, y no me di cuenta de que me había caído hasta que mi cuerpo impactó contra el asfalto, y ni siquiera entonces me importó. Todo me daba vueltas, era incapaz de centrar mi atención en un objeto porque estos bailaban ante mí, divididos en tres formas iguales que iban de la mano.

Por no notar, apenas era consciente de la sustancia caliente que cubría buena parte de mi hombro derecho, brazo y costado.

El sonido de tambores que parecía haberse instalado en mi cabeza se intensificó, y los objetos a mi alrededor comenzaron a difuminarse.

Lo último que vi, antes de perder el conocimiento tirada en una vía de servicio de la autopista, fue un arcoíris de luces brillantes acercándose lentamente.

martes, 18 de septiembre de 2012

La ortografía, esa gran desconocida


Cada vez existen más páginas dedicadas a la publicación de historias online, ya sea de textos originales o derivados de otra obra ya existente, los llamados “fanfictions”. Estas páginas son muy útiles en el sentido de que ayudan desarrollar la imaginación de las personas en un mundo cada vez más tecnológico donde la imaginación va perdiendo terreno contra la televisión y los videojuegos sin trama.

En estas páginas se pueden encontrar autores realmente asombrosos, con una gran imaginación y un estilo que hace que no podamos soltar la historia hasta el final. Por desgracia en ellas también abunda gente cuyos escritos nos hacen preguntarnos de dónde han sacado el valor para publicar un texto:

-Son tristemente comunes los textos sin un solo acento o, en su defecto, en los que cuyo autor parece creer que cualquier palabra de tres letras o más debe ser acentuada, descartando aquello que las normas ortográficas nos dicen.

-La coma parece tener partidarios y detractores; están aquellos que disfrutan tanto su presencia como para utilizarla cada cuatro palabras e incluso llegar a sustituir puntos por comas y aquellos que se oponen a su uso, presentando párrafos de seis líneas sin una triste coma porque ¿quién necesita respirar?

-No olvidemos el famoso estilo de escribir de los SMS. Es comprensible que al enviar un mensaje con el móvil o incluso al chatear por internet abreviemos las palabras para acelerar la conversación, pero de ahí a utilizar este mismo “estilo” de escritura en lo que pretendemos sea una historia para que otras personas lean debería parecer una idea absurda. Por desgracia es casi tan frecuente como las opiniones sobre la coma.

-Desde jovencitos nos enseñan a hablar inglés y nos inculcan que en ese idioma solamente se utiliza el símbolo de interrogación final. Está muy bien que nos hayamos aprendido esta regla, pero no deberíamos sustituir con ella la española que dice que “en castellano escribimos signos de interrogación al principio y al final de la pregunta”. Y lo mismo se aplica a los símbolos de exclamación.

-La “h”, esa letra odiada desde el mismísimo momento en que comenzamos a estudiar ortografía en primaria. No suena, y no parece tener ninguna razón lógica para estar, ¿verdad? Entonces, ¿cómo esperan que aprendamos cuándo utilizarla y cuándo no? Memorizando, amigos, memorizando. Ya sé que eso de ponerla siempre cuando dudamos, o no ponerla nunca, parece muy cómodo, pero una hache en mal sitio o una falta de ella puede hacer mucho daño a los ojos de quien está leyendo. Así que, si no lo hacéis por vosotros, hacedlo por el bien de vuestros futuros lectores y aprended a utilizarla.

-También debemos tener en cuenta el dilema “B”-“V”, letras que siguen una normativa específica a la hora de utilizar una u otra, pero con las que resulta más cómodo jugar a alguna clase de juego de azar a la hora de utilizarlas antes que aprender estas sencillas normas.

Cometer esta clase de errores hoy en día debería considerarse un crimen, teniendo en cuenta que, además de la cantidad de veces que nos repiten las normas ortográficas a lo largo de nuestra escolarización, la mayoría de programas de escritura tienen una herramienta muy útil llamada corrector ortográfico, que aunque no sea perfecta sí que eliminará los errores mencionados arriba. Si el corrector no es capaz de descifrar lo que queríais decir, entonces va siendo hora de plantearse volver a estudiar lengua desde primero.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Miedo


Los humanos tememos a los cambios. No solo a aquellos accidentes o tragedias que pueden darse en nuestra vida en el momento menos esperado, sino que tememos trasladarnos a otra ciudad, cambiar de trabajo, o incluso salir una noche cuando no estamos acostumbrados a hacerlo.

La mayoría de cambios son cosas inevitables y bastante inofensivas, pero aún así nuestra inseguridad, nuestra visión pesimista que en muchas ocasiones tiende a mostrarnos el peor escenario posible, hace que queramos posponerlos tanto tiempo como podamos.

Es poca la gente que no teme al cambio, y este temor es tal que incluso aquellas personas que se encuentran en situaciones que a ojos de muchos son terribles no quieren arriesgarse a salir de ellas por miedo a encontrarse en una situación aun peor.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El valor del dinero


Cuando había dinero de por medio era como si la visión de la gente se cegase. Si por ahorrar un par de miles de euros un empresario tenía que deshacerse de los residuos de su fábrica en el mar, lo hacía. Y si era en la tierra entonces le pagaba una pequeña parte de esos miles de euros al dueño de un campo que no daba beneficios para convertir ese lugar en su vertedero particular.

Cualquier cosa valía con tal de ahorrar o ganar dinero. Después, en caso de que la conciencia del empresario todavía no estuviese lo bastante sedada como para sentir remordimientos, bastaba con donar una pequeña cantidad de dinero a una obra benéfica para apaciguarla. O incluso sin sentir remordimientos, después de todo las obras de caridad eran una muy buena carta de presentación.

Era curioso cómo el gran público parecía notar más las buenas acciones que las malas, como, mientras no les afectase directamente a ellos, las personas podían ignorar la devastación de un bosque vital para el planeta o la explotación de niños que deberían estar recibiendo una educación si con ello obtenían algún producto 1que quisieran, supuestamente al precio más bajo. El hecho de que quienes lo hicieran no cobrasen ni siquiera una milésima parte del precio que ellos pagaban por él no importaba, que el bosque fuese destruido a un ritmo tal que no tuviese tiempo de recuperarse no importaba. Para la mayoría de gente, sacrificar algo o a alguien con quien no debían convivir diariamente era un sacrificio aceptable en pos de la comodidad.

martes, 28 de agosto de 2012

Retrospectiva


A veces, cuando pienso en cómo me entristecí y decepcioné cuando una persona muy importante para mí me dejó, no sé si llorar o reír. ¿Debería llorar por el recuerdo de lo mucho que sufrí entonces, por aquella sensación de vacío que, creí, nunca desaparecería? ¿O debería reírme de lo estúpida que fui al querer recuperar en mi vida a esa persona que me había herido tanto y me había tratado tan mal? Porque, seamos sinceros, por mucho aprecio que se le haya tenido a alguien, cualquiera que pueda decir “deberías agradecer que te haya soportado todo este tiempo” no se merece ni una mirada de desprecio. Que alguien pueda tener la concepción de ser mejor que otra persona, y más aún si se trata de alguien a quien supuestamente aprecia, así como de estar haciéndole un favor a alguien por dedicarle una parte de su valioso tiempo, es simplemente patético.

Visto ahora, con varios años ya pasados, me parece muy claro, pero entonces lo único que podía sentir era tristeza y autodesprecio: tristeza porque me hubiera quedado sola, y autodesprecio por no valer lo suficiente para estar con esa persona. Ahora, en cambio, sí siento agradecimiento, pero no porque me hubiera dejado pasar un tiempo en su compañía como quería decir con esa frase, sino por haber tenido el valor de plantarle cara y, aunque no fuera mi intención original, haberme deshecho de semejante persona en mi vida. Y por eso, por haber dicho “basta”, me doy las gracias.

domingo, 26 de agosto de 2012

Bajo la lluvia


 

          Había comenzado a llover pasado el mediodía, y en aquel momento el agua caía con tanta fuerza que parecía estar llorando junto con la gente que ocupaba los bancos de la iglesia.

No había podido averiguar quién había fallecido a pesar de que había pasado un día entero, pero a juzgar por el hecho de que mis padres no habían dejado de llorar desde que llamaran por teléfono el día anterior por la tarde, así como que estábamos sentados en primera fila, supuse que era alguien importante para ellos. Digo para ellos y no para nosotros porque, al preguntarles, no me habían dicho quién era, por lo que supuse que yo no conocía a la persona que yacía en ese momento dentro del ataúd frente al altar. ¿Y si era el hermano con el que mi madre hacía veinte años que no hablaba? Mis abuelos también estaban en la iglesia, y se les veía devastados, por lo que no parecía una idea tan absurda.

De todas formas no iba a tardar en averiguarlo: mis padres acababan de levantarse y se dirigían a dar su último adiós al difunto. Yo me puse en pie detrás de ellos y me siguieron mis abuelos.

Cuando llegó mi turno y miré dentro del féretro fue mi propio rostro el que me dio la bienvenida.

sábado, 25 de agosto de 2012

Inmortalidad


 

Desde que tengo memoria, he oído hablar a la gente de la inmortalidad. Existen muchos cuentos e historias en los que aparecen personajes inmortales; se han creado leyendas sobre formas de conseguirla, historias inventadas que gente real ha seguido, por muy alto que fuera el coste, para lograr la inmortalidad; y mucha gente teme a la muerte y habla de lo maravilloso que sería ser inmortal.

Yo me pregunto: ¿acaso estáis locos? ¿No os dais cuenta de que sin una fecha límite, sin un plazo para vivir la vida no conseguiríais nada porque tendríais “tiempo de sobra” para hacerlo todo? ¿De que una vez hayáis hecho todo aquello que os gustaría hacer, todo lo que podríais hacer, llegaríais a cansaros de hacer siempre lo mismo? ¿No habéis pensado que llegaríais a desear aquello contra lo que habéis luchado?

Entonces, pensad. Pensad en lo que haríais si tuvierais todos los días, horas, minutos y segundos que han pasado y pasarán a vuestra disposición. Pensad cuánto tiempo tardaríais en desear no tenerlos.

lunes, 13 de agosto de 2012

Planes


Siempre has hecho planes: para las vacaciones, para un viaje, para salir a algún sitio con los amigos. Y esos planes te hacían mucha ilusión. Entonces, una vez todo estaba ya preparado, alguien cambiaba de opinión, o había algún problema. Al final nunca ibas, y te decepcionabas tanto como te habías ilusionado.


Ahora haces planes, pero no se los dices a nadie. Porque tú no eres una persona que haga las cosas. Porque de ti no se espera que vivas fuera de las pautas que otros marcan. Si te sugieren un plan, tú sonríes, dices que sí y no te sorprendes cuando se cancela. Porque tú ya lo sabías.

domingo, 5 de agosto de 2012

Hora punta


En hora punta el autobús iba siempre repleto de gente. Si una se fijaba bien en su alrededor, vería que muchas de aquellas personas le acompañaban cada día, al menos durante una parte del trayecto.

Estaba la madre que llevaba a sus dos hijos al colegio: dos chicos de unos siete y nueve años. Los niños eran incapaces de estarse quietos por más de dos minutos, y pasaban el tiempo intentando jugar, abriéndose paso entre la gente a empujones y haciendo que más de una persona estuviese a punto de caerse al suelo. La madre intentaba controlarlos, pero ellos no le hacían caso y más de una vez se habían pasado de parada porque la mujer no encontraba a uno de sus hijos entre el gentío.

Había un hombre que siempre vestía con trajes impolutos pero que no terminaban de caerle bien a su cuerpo y cada día de la semana se ponía un reloj diferente, todos ellos imitaciones de marcas prestigiosas. El hombre siempre ocupaba el mismo sitio: en la parte central del autobús, apoyado contra la ventana del lado izquierdo y con la mano en la que llevaba el reloj sujetándose a la barra vertical que allí había, asegurándose siempre de que su estuviese bien a la vista de todos.

También estaban las dos mujeres que, como era fácil deducir de sus conversaciones, vivían en el mismo edificio y trabajaban en el mismo supermercado. Pasaban el trayecto hablando sobre chismes de personas a las que apenas conocían: el tema de conversación de hoy era la profesora casada, madre de tres hijos, que había dejado a su marido e hijos por un antiguo alumno que ahora tenía veinte años.

La chica que se sentaba todas las mañanas en el asiento de la fila del fondo a la derecha, algo que conseguía al subir en la segunda parada del trayecto, aprovechaba el viaje para mentalizarse del día que iba a pasar y para fortalecer las defensas que le había costado años construir. Excepto ese día. Ese día no pensó en cómo fingir que no se percataba de las burlas e insultos de sus compañeras de clase, en cómo evitar a toda costa encontrarse con alguno de sus compañeros a solas fuera de las clases o en cómo evitar a los profesores a la hora del recreo para poder pasarlo en un clase vacía. Ese día pasó los veinte minutos de trayecto abrazando la mochila a su pecho con todas sus fuerzas.

Al bajar del autobús se preguntó si alguna de las personas con las que había viajado todas las mañanas durante los últimos dos años la reconocería como la chica que iba a aparecer en las noticias del medio día por haber comenzado a disparar en su instituto.

sábado, 4 de agosto de 2012

Cuestiones de ropa y género


Un día iba paseando por la calle y fui objeto de varios comentarios salidos de tono por parte de hombres que me fui encontrando.

La ropa que llevaba era un vestido negro algo ceñido, pero no demasiado, que me llegaba a medio muslo, de manga corta y con un par de botones abiertos al frente por los que no se veía el mínimo atisbo de escote. No iba maquillada y llevaba zapatos planos y cerrados. Además de los comentarios, varias señoras me miraron mal al cruzarme con ellas.

En cambio, de los hombres que hicieron comentarios, la mitad eran más o menos de mi edad, uno de ellos iba sin camiseta y un par con los pantalones sueltos tan bajos que asomaba medio culo a vista de todos. Pero a ellos nadie les dijo nada. Solo una mujer mayor miró un poco mal a uno.

Eso me hizo preguntarme algo: ¿de verdad importa que se me vean las piernas, porque nada más se veía, o lo que importa es que tengo un par de tetas y mis órganos reproductores dentro?

A partir de estos acontecimientos comencé a fijarme en mi alrededor y me di cuenta de un par de cosas:

Si una chica lleva una falda corta (curiosamente no un pantalón), a pesar de que no se le vean las bragas, estén a un par de milímetros de verse o algo por el estilo, siempre habrá individuos del sexo opuesto que tomen el atuendo para comportarse como animales en celo y ser extremadamente desagradables. Encima creyendo que sus atenciones son bien recibidas o, peor aún, “merecidas”. Por supuesto no olvidemos las miradas desaprobadoras y el hecho de que muchas de las personas con las que la chica se cruce (mujeres) actuarán como si fuese portadora de una plaga.

Por otro lado, si es un hombre el que se pone una prenda que se consideraría poco adecuada no recibirá ninguna reacción de los demás hombres, y, como mucho, alguna que otra mirada de desaprobación de una mujer.

No puedo evitar preguntarme por qué, en una sociedad moderna e igualitaria como en la que se supone que vivimos, se consideran mucho más escandalosas unas piernas femeninas al aire que un trasero masculino. ¿Acaso las piernas son consideradas como algo mucho más sexual de lo que pueda ser un culo, y con todas las referencias a lo segundo que se hacen en los medios no se intenta sino ocultar un fetichismo social por las piernas, y es por eso que los hombres no se ponen pantalones demasiado cortos?

Si ese es el caso, debo felicitar a quien se le ocurrió esta campaña, porque realmente me tenía engañada. Y yo que creía que verle el culo a alguien era mejor que verle las piernas…

miércoles, 25 de julio de 2012

Límites

Últimamente, la gente me dice que paso mucho tiempo sola. Es cierto, para qué molestarse en negarlo. Si me paro a pensarlo, la verdad es que tiene sentido que no me relacione más ni siquiera con quienes, en teoría, son mis amigos: hay un límite de heridas abiertas que una persona puede soportar sin derrumbarse, y hasta que alguna de ellas no se cierre no habrá espacio para la posibilidad de que se abran otras nuevas.
El alma es como el cuerpo en ese sentido, tiene un máximo que puede resistir antes de colapsar y decir basta.
 

jueves, 19 de julio de 2012

Puesta de sol


La luz que entraba por la ventana se había ido volviendo anaranjada y menos intensa, pasando a través de los barrotes sin dejarse realmente detener por ellos y dibujando la lúgubre imagen de cuatro rectángulos de luz en medio del mar de oscuridad que componía el resto de la celda.

Era un espectáculo interesante, observar cómo la luz iba desplazándose por el suelo a medida que el sol descendía en el horizonte, una luz que llegó a cubrir sus pies descalzos y a bañarlos en el calor de una de las últimas tardes de verano, la última para ella.

Como cada tarde, se había sentado con la espalda recostada en una de las paredes, las piernas dobladas delante del pecho y los brazos abrazando las rodillas, los zapatos abandonados en el suelo de la pequeña habitación, para contemplar lo poco que la diminuta ventana dejaba ver de la puesta de sol.

Desde que era pequeña, contemplar la puesta de sol sentada en la hierba había sido un ritual que había llevado a cabo cada día con su hermana. El primer día que el ritual se rompió, fue cuando se la arrebataron.

 Lo habían pagado muy caro, por supuesto, pero ella ya no volvería.

La última puesta de sol que vio sentada en la hierba fue el día que fueron a por ella. Sabía que venían, lo había sabido desde el primer día que fueron a hablar con ella, y por eso había ido a despedirse.

La puesta de sol de ese día sería la última.

Todo había terminado, y aunque su sentido común y conocimiento del mundo le decían que debería sentir miedo por lo que venía y remordimientos por lo que ya se había ido, lo cierto era que se sentía en paz. Hacía tiempo que no se sentía tan en paz consigo misma.

miércoles, 18 de julio de 2012

Noche sin luna




Cerré la puerta y apoyé la frente contra la fría madera, respirando entrecortadamente. Mis manos, adoloridas y cubiertas de tierra, temblaban, mi cuerpo estaba frío y calado en sudor, sentía cómo la ropa se me pegaba y la corriente de aire que entraba por la ventana abierta del pasillo mandaba escalofríos por todo mi cuerpo.

Me aparté de la puerta y avancé con pasos inseguros hacia la ventana que cerré de un golpe, provocando un ruido que sonó lejano en mis oídos pero retumbó por toda la casa. Me giré sobresaltada, para encontrarme con la soledad del pasillo, las sombras de los viejos cuadros y las oscuras cuevas que eran las puertas de las habitaciones frente a mí.

Aquella noche era especialmente oscura, pues ni la luna se había dejado ver para observarme.

Y yo se lo agradecía, porque no sé si habría podido soportar que mi única amiga me viera esa noche; aunque, por otro lado, casi habría agradecido su presencia consoladora en medio de aquella tétrica oscuridad, su tenue luz entrando por la ventana, ahuyentando a las oscuras formas sin un cuerpo definido que se cernían sobre mí como monstruos que esperaban el momento idóneo para asaltarme. Era absurdo, sabía que solamente eran muebles, pero a pesar de ser un lugar tan conocido como mi propia casa, no podía evitar sentir aquella atmósfera de extrañeza a mi alrededor.

Tal vez era por lo que ya no estaba.

Faltaba la voz de mi padre resonando en las paredes, sus pesados pasos acercándose a mí, su forma tambaleante entrando por el umbral de la puerta y acercándose, inestable pero imparable. Lo único que quedaba de él en aquella casa, además de todas sus cosas esparcidas por aquí y por allá, era el persistente olor a whiskey barato, un olor que aún tardaría muchas semanas en desaparecer completamente del último rincón de la casa.

Pero aún así era poco tiempo comparado con el tiempo que tardaría en desaparecer su cuerpo de debajo de los rosales recién plantados del jardín, o el tiempo que tardaría en dejar de acosarme en sueños y momentos de soledad.

Probablemente antes desaparecerían todas las señales que quedaban de él.

Me llevé una mano al cuello y rocé la marca que allí se encontraba, ardiendo al contacto de mis fríos y sucios dedos, con los relieves de la cuerda de tender la ropa perfectamente grabados en la piel.

Sólo de pensarlo, volvía a sentir que me faltaba el aire.

Cerré los ojos ante la sensación de dolor que me recorrió el cuello y retiré la mano. Caminé, pesada y pesadamente, hacia el cuarto de baño de la planta baja. Al pasar junto al interruptor de la luz, lo apreté, pero no sucedió nada. Cierto, nos habían cortado la luz.

Escuché un crujido y me giré sobresaltada. No había nada. Debió haber sido la madera vieja del suelo al caminar. El suelo estaba lleno de grietas.

Al llegar al baño me lavé las manos a conciencia hasta que noté que no les quedaba ni rastro de tierra, me las sequé y busqué a tientas el botiquín en el armario de al lado del espejo. Sin luz no podía curarme bien la herida, así que simplemente la lavé como pude y me puse unas gasas por encima para evitar que se infectara.

Ya la miraría con calma mañana a la luz del sol.

Un trueno me sobresaltó y enseguida se escuchó el sonido del agua cayendo a cántaros en el exterior. Antes había parado de llover hacía apenas un par de horas y no me había atrapado fuera de milagro.

Estaba exhausta, así que salí del baño y subí las escaleras, dando un respingo cuando el escalón suelto hizo su habitual crujido de protesta, y fui directa a mi dormitorio. Por primera vez en muchos años podría dormir hasta medio día, y pensaba aprovecharlo al máximo. Me quité la ropa manchada de tierra y empapada de sudor y la lancé a la cesta de la ropa sucia, pensando que ya me haría cargo de ella al día siguiente, y en su lugar me puse un limpio y cómodo pijama.

Estaba tan cansada que no tenía ganas ni de darme una ducha antes de irme a dormir. Aquello también podía esperar.

Por una vez no debía rendirle cuentas a nadie.

Otro crujido de la madera volvió a sobresaltarme. Y enseguida escuché uno más, y otro.

Habría pensado que era el parquet desgastado de mi habitación si no fuera porque yo no me había movido. Y el ruido había sonado… apagado, como si viniera de otro punto de la casa.

Asustada, tanteé a mí alrededor en busca de algo con lo que sentirme segura, encontrando la lámpara rota y manchada de sangre que había caído al suelo en medio del altercado. La aferré con fuerza y salí de la habitación. Otra vez escuché los crujidos de la madera. Venían del otro extremo del pasillo.

Venían de la habitación de mi padre.

Tratando de hacer el menor ruido posible avancé hacia allí para demostrarme a mí misma que estaba siendo paranoica, que debía ser el viento entrando por la ventana abierta que hacía que algo se moviera o una cosa así, pero a la altura de las escaleras me lo pensé mejor y decidí dejarme llevar por la parte irracional de mi cerebro y giré hacia la izquierda, dejando de lado todo pretexto de discreción y comencé a bajar los escalones a toda prisa.

Al bajar sujetando con fuerza la lámpara, no me sujeté de la barandilla y no conté con que, al apoyar de golpe todo mi peso sobre el escalón suelto de la escaleta, la madera de éste cedería haciéndome perder el equilibrio y que mi cuerpo se fuera hacia delante, soltando la lámpara en el proceso.

Intenté agarrarme a la barandilla, pero mi mano resbaló y caí, golpeándome la cabeza en varios escalones, al igual que el resto del cuerpo, que cayó rodando hasta quedar tendido en el suelo del pasillo.

Quedé desparramada al pie de la escalera, apenas sintiendo el dolor de la pierna rota que había acabado bajo mi cuerpo en un ángulo imposible en cualquier otra situación, o el brazo derecho, que había caído sobre la lámpara, terminando de romper los restos de la cerámica que se incrustaron en mi piel.

Moví la cabeza de un lado a otro, hasta que encontré la primera de las barras que formaban la barandilla. Me esforcé por estirar el brazo izquierdo, que había quedado tendido en esa dirección, para tratar de agarrarme a la barra y utilizarla para levantarme.

El brazo no me respondía.

Para aquel momento los nervios se habían apoderado por completo de mí, y trataba a toda prisa de pensar en algo que hacer, cuando los escuché:

Unos pesados pasos bajando las escaleras.

Estaba mareada, y me costaba cada vez más enfocar la vista, pero me esforcé por mover la cabeza, que sí me respondió, y enfocar mi visión borrosa en lo alto de la escalera.

Lo último que vi, antes de que la oscuridad me tragara por completo, fue a mi padre tambaleándose en los escalones hacia mí.
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(Agradecería cualquier crítica constructiva o comentario)