La luz que entraba por la
ventana se había ido volviendo anaranjada y menos intensa, pasando a través de
los barrotes sin dejarse realmente detener por ellos y dibujando la lúgubre
imagen de cuatro rectángulos de luz en medio del mar de oscuridad que componía
el resto de la celda.
Era un espectáculo interesante,
observar cómo la luz iba desplazándose por el suelo a medida que el sol
descendía en el horizonte, una luz que llegó a cubrir sus pies descalzos y a
bañarlos en el calor de una de las últimas tardes de verano, la última para
ella.
Como cada tarde, se había
sentado con la espalda recostada en una de las paredes, las piernas dobladas
delante del pecho y los brazos abrazando las rodillas, los zapatos abandonados
en el suelo de la pequeña habitación, para contemplar lo poco que la diminuta
ventana dejaba ver de la puesta de sol.
Desde que era pequeña,
contemplar la puesta de sol sentada en la hierba había sido un ritual que había
llevado a cabo cada día con su hermana. El primer día que el ritual se rompió,
fue cuando se la arrebataron.
Lo habían pagado muy caro, por supuesto, pero
ella ya no volvería.
La última puesta de sol que vio
sentada en la hierba fue el día que fueron a por ella. Sabía que venían, lo
había sabido desde el primer día que fueron a hablar con ella, y por eso había
ido a despedirse.
La puesta de sol de ese día
sería la última.
Todo había terminado, y aunque
su sentido común y conocimiento del mundo le decían que debería sentir miedo
por lo que venía y remordimientos por lo que ya se había ido, lo cierto era que
se sentía en paz. Hacía tiempo que no se sentía tan en paz consigo misma.
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