miércoles, 25 de julio de 2012

Límites

Últimamente, la gente me dice que paso mucho tiempo sola. Es cierto, para qué molestarse en negarlo. Si me paro a pensarlo, la verdad es que tiene sentido que no me relacione más ni siquiera con quienes, en teoría, son mis amigos: hay un límite de heridas abiertas que una persona puede soportar sin derrumbarse, y hasta que alguna de ellas no se cierre no habrá espacio para la posibilidad de que se abran otras nuevas.
El alma es como el cuerpo en ese sentido, tiene un máximo que puede resistir antes de colapsar y decir basta.
 

jueves, 19 de julio de 2012

Puesta de sol


La luz que entraba por la ventana se había ido volviendo anaranjada y menos intensa, pasando a través de los barrotes sin dejarse realmente detener por ellos y dibujando la lúgubre imagen de cuatro rectángulos de luz en medio del mar de oscuridad que componía el resto de la celda.

Era un espectáculo interesante, observar cómo la luz iba desplazándose por el suelo a medida que el sol descendía en el horizonte, una luz que llegó a cubrir sus pies descalzos y a bañarlos en el calor de una de las últimas tardes de verano, la última para ella.

Como cada tarde, se había sentado con la espalda recostada en una de las paredes, las piernas dobladas delante del pecho y los brazos abrazando las rodillas, los zapatos abandonados en el suelo de la pequeña habitación, para contemplar lo poco que la diminuta ventana dejaba ver de la puesta de sol.

Desde que era pequeña, contemplar la puesta de sol sentada en la hierba había sido un ritual que había llevado a cabo cada día con su hermana. El primer día que el ritual se rompió, fue cuando se la arrebataron.

 Lo habían pagado muy caro, por supuesto, pero ella ya no volvería.

La última puesta de sol que vio sentada en la hierba fue el día que fueron a por ella. Sabía que venían, lo había sabido desde el primer día que fueron a hablar con ella, y por eso había ido a despedirse.

La puesta de sol de ese día sería la última.

Todo había terminado, y aunque su sentido común y conocimiento del mundo le decían que debería sentir miedo por lo que venía y remordimientos por lo que ya se había ido, lo cierto era que se sentía en paz. Hacía tiempo que no se sentía tan en paz consigo misma.

miércoles, 18 de julio de 2012

Noche sin luna




Cerré la puerta y apoyé la frente contra la fría madera, respirando entrecortadamente. Mis manos, adoloridas y cubiertas de tierra, temblaban, mi cuerpo estaba frío y calado en sudor, sentía cómo la ropa se me pegaba y la corriente de aire que entraba por la ventana abierta del pasillo mandaba escalofríos por todo mi cuerpo.

Me aparté de la puerta y avancé con pasos inseguros hacia la ventana que cerré de un golpe, provocando un ruido que sonó lejano en mis oídos pero retumbó por toda la casa. Me giré sobresaltada, para encontrarme con la soledad del pasillo, las sombras de los viejos cuadros y las oscuras cuevas que eran las puertas de las habitaciones frente a mí.

Aquella noche era especialmente oscura, pues ni la luna se había dejado ver para observarme.

Y yo se lo agradecía, porque no sé si habría podido soportar que mi única amiga me viera esa noche; aunque, por otro lado, casi habría agradecido su presencia consoladora en medio de aquella tétrica oscuridad, su tenue luz entrando por la ventana, ahuyentando a las oscuras formas sin un cuerpo definido que se cernían sobre mí como monstruos que esperaban el momento idóneo para asaltarme. Era absurdo, sabía que solamente eran muebles, pero a pesar de ser un lugar tan conocido como mi propia casa, no podía evitar sentir aquella atmósfera de extrañeza a mi alrededor.

Tal vez era por lo que ya no estaba.

Faltaba la voz de mi padre resonando en las paredes, sus pesados pasos acercándose a mí, su forma tambaleante entrando por el umbral de la puerta y acercándose, inestable pero imparable. Lo único que quedaba de él en aquella casa, además de todas sus cosas esparcidas por aquí y por allá, era el persistente olor a whiskey barato, un olor que aún tardaría muchas semanas en desaparecer completamente del último rincón de la casa.

Pero aún así era poco tiempo comparado con el tiempo que tardaría en desaparecer su cuerpo de debajo de los rosales recién plantados del jardín, o el tiempo que tardaría en dejar de acosarme en sueños y momentos de soledad.

Probablemente antes desaparecerían todas las señales que quedaban de él.

Me llevé una mano al cuello y rocé la marca que allí se encontraba, ardiendo al contacto de mis fríos y sucios dedos, con los relieves de la cuerda de tender la ropa perfectamente grabados en la piel.

Sólo de pensarlo, volvía a sentir que me faltaba el aire.

Cerré los ojos ante la sensación de dolor que me recorrió el cuello y retiré la mano. Caminé, pesada y pesadamente, hacia el cuarto de baño de la planta baja. Al pasar junto al interruptor de la luz, lo apreté, pero no sucedió nada. Cierto, nos habían cortado la luz.

Escuché un crujido y me giré sobresaltada. No había nada. Debió haber sido la madera vieja del suelo al caminar. El suelo estaba lleno de grietas.

Al llegar al baño me lavé las manos a conciencia hasta que noté que no les quedaba ni rastro de tierra, me las sequé y busqué a tientas el botiquín en el armario de al lado del espejo. Sin luz no podía curarme bien la herida, así que simplemente la lavé como pude y me puse unas gasas por encima para evitar que se infectara.

Ya la miraría con calma mañana a la luz del sol.

Un trueno me sobresaltó y enseguida se escuchó el sonido del agua cayendo a cántaros en el exterior. Antes había parado de llover hacía apenas un par de horas y no me había atrapado fuera de milagro.

Estaba exhausta, así que salí del baño y subí las escaleras, dando un respingo cuando el escalón suelto hizo su habitual crujido de protesta, y fui directa a mi dormitorio. Por primera vez en muchos años podría dormir hasta medio día, y pensaba aprovecharlo al máximo. Me quité la ropa manchada de tierra y empapada de sudor y la lancé a la cesta de la ropa sucia, pensando que ya me haría cargo de ella al día siguiente, y en su lugar me puse un limpio y cómodo pijama.

Estaba tan cansada que no tenía ganas ni de darme una ducha antes de irme a dormir. Aquello también podía esperar.

Por una vez no debía rendirle cuentas a nadie.

Otro crujido de la madera volvió a sobresaltarme. Y enseguida escuché uno más, y otro.

Habría pensado que era el parquet desgastado de mi habitación si no fuera porque yo no me había movido. Y el ruido había sonado… apagado, como si viniera de otro punto de la casa.

Asustada, tanteé a mí alrededor en busca de algo con lo que sentirme segura, encontrando la lámpara rota y manchada de sangre que había caído al suelo en medio del altercado. La aferré con fuerza y salí de la habitación. Otra vez escuché los crujidos de la madera. Venían del otro extremo del pasillo.

Venían de la habitación de mi padre.

Tratando de hacer el menor ruido posible avancé hacia allí para demostrarme a mí misma que estaba siendo paranoica, que debía ser el viento entrando por la ventana abierta que hacía que algo se moviera o una cosa así, pero a la altura de las escaleras me lo pensé mejor y decidí dejarme llevar por la parte irracional de mi cerebro y giré hacia la izquierda, dejando de lado todo pretexto de discreción y comencé a bajar los escalones a toda prisa.

Al bajar sujetando con fuerza la lámpara, no me sujeté de la barandilla y no conté con que, al apoyar de golpe todo mi peso sobre el escalón suelto de la escaleta, la madera de éste cedería haciéndome perder el equilibrio y que mi cuerpo se fuera hacia delante, soltando la lámpara en el proceso.

Intenté agarrarme a la barandilla, pero mi mano resbaló y caí, golpeándome la cabeza en varios escalones, al igual que el resto del cuerpo, que cayó rodando hasta quedar tendido en el suelo del pasillo.

Quedé desparramada al pie de la escalera, apenas sintiendo el dolor de la pierna rota que había acabado bajo mi cuerpo en un ángulo imposible en cualquier otra situación, o el brazo derecho, que había caído sobre la lámpara, terminando de romper los restos de la cerámica que se incrustaron en mi piel.

Moví la cabeza de un lado a otro, hasta que encontré la primera de las barras que formaban la barandilla. Me esforcé por estirar el brazo izquierdo, que había quedado tendido en esa dirección, para tratar de agarrarme a la barra y utilizarla para levantarme.

El brazo no me respondía.

Para aquel momento los nervios se habían apoderado por completo de mí, y trataba a toda prisa de pensar en algo que hacer, cuando los escuché:

Unos pesados pasos bajando las escaleras.

Estaba mareada, y me costaba cada vez más enfocar la vista, pero me esforcé por mover la cabeza, que sí me respondió, y enfocar mi visión borrosa en lo alto de la escalera.

Lo último que vi, antes de que la oscuridad me tragara por completo, fue a mi padre tambaleándose en los escalones hacia mí.
--
--
--

(Agradecería cualquier crítica constructiva o comentario)