domingo, 5 de agosto de 2012

Hora punta


En hora punta el autobús iba siempre repleto de gente. Si una se fijaba bien en su alrededor, vería que muchas de aquellas personas le acompañaban cada día, al menos durante una parte del trayecto.

Estaba la madre que llevaba a sus dos hijos al colegio: dos chicos de unos siete y nueve años. Los niños eran incapaces de estarse quietos por más de dos minutos, y pasaban el tiempo intentando jugar, abriéndose paso entre la gente a empujones y haciendo que más de una persona estuviese a punto de caerse al suelo. La madre intentaba controlarlos, pero ellos no le hacían caso y más de una vez se habían pasado de parada porque la mujer no encontraba a uno de sus hijos entre el gentío.

Había un hombre que siempre vestía con trajes impolutos pero que no terminaban de caerle bien a su cuerpo y cada día de la semana se ponía un reloj diferente, todos ellos imitaciones de marcas prestigiosas. El hombre siempre ocupaba el mismo sitio: en la parte central del autobús, apoyado contra la ventana del lado izquierdo y con la mano en la que llevaba el reloj sujetándose a la barra vertical que allí había, asegurándose siempre de que su estuviese bien a la vista de todos.

También estaban las dos mujeres que, como era fácil deducir de sus conversaciones, vivían en el mismo edificio y trabajaban en el mismo supermercado. Pasaban el trayecto hablando sobre chismes de personas a las que apenas conocían: el tema de conversación de hoy era la profesora casada, madre de tres hijos, que había dejado a su marido e hijos por un antiguo alumno que ahora tenía veinte años.

La chica que se sentaba todas las mañanas en el asiento de la fila del fondo a la derecha, algo que conseguía al subir en la segunda parada del trayecto, aprovechaba el viaje para mentalizarse del día que iba a pasar y para fortalecer las defensas que le había costado años construir. Excepto ese día. Ese día no pensó en cómo fingir que no se percataba de las burlas e insultos de sus compañeras de clase, en cómo evitar a toda costa encontrarse con alguno de sus compañeros a solas fuera de las clases o en cómo evitar a los profesores a la hora del recreo para poder pasarlo en un clase vacía. Ese día pasó los veinte minutos de trayecto abrazando la mochila a su pecho con todas sus fuerzas.

Al bajar del autobús se preguntó si alguna de las personas con las que había viajado todas las mañanas durante los últimos dos años la reconocería como la chica que iba a aparecer en las noticias del medio día por haber comenzado a disparar en su instituto.

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