En hora punta el autobús iba
siempre repleto de gente. Si una se fijaba bien en su alrededor, vería que
muchas de aquellas personas le acompañaban cada día, al menos durante una parte
del trayecto.
Estaba la madre que llevaba a
sus dos hijos al colegio: dos chicos de unos siete y nueve años. Los niños eran
incapaces de estarse quietos por más de dos minutos, y pasaban el tiempo
intentando jugar, abriéndose paso entre la gente a empujones y haciendo que más
de una persona estuviese a punto de caerse al suelo. La madre intentaba
controlarlos, pero ellos no le hacían caso y más de una vez se habían pasado de
parada porque la mujer no encontraba a uno de sus hijos entre el gentío.
Había un hombre que siempre
vestía con trajes impolutos pero que no terminaban de caerle bien a su cuerpo y
cada día de la semana se ponía un reloj diferente, todos ellos imitaciones de
marcas prestigiosas. El hombre siempre ocupaba el mismo sitio: en la parte
central del autobús, apoyado contra la ventana del lado izquierdo y con la mano
en la que llevaba el reloj sujetándose a la barra vertical que allí había,
asegurándose siempre de que su estuviese bien a la vista de todos.
También estaban las dos mujeres
que, como era fácil deducir de sus conversaciones, vivían en el mismo edificio
y trabajaban en el mismo supermercado. Pasaban el trayecto hablando sobre
chismes de personas a las que apenas conocían: el tema de conversación de hoy
era la profesora casada, madre de tres hijos, que había dejado a su marido e
hijos por un antiguo alumno que ahora tenía veinte años.
La chica que se sentaba todas
las mañanas en el asiento de la fila del fondo a la derecha, algo que conseguía
al subir en la segunda parada del trayecto, aprovechaba el viaje para
mentalizarse del día que iba a pasar y para fortalecer las defensas que le
había costado años construir. Excepto ese día. Ese día no pensó en cómo fingir
que no se percataba de las burlas e insultos de sus compañeras de clase, en
cómo evitar a toda costa encontrarse con alguno de sus compañeros a solas fuera
de las clases o en cómo evitar a los profesores a la hora del recreo para poder
pasarlo en un clase vacía. Ese día pasó los veinte minutos de trayecto
abrazando la mochila a su pecho con todas sus fuerzas.
Al bajar del autobús se
preguntó si alguna de las personas con las que había viajado todas las mañanas
durante los últimos dos años la reconocería como la chica que iba a aparecer en
las noticias del medio día por haber comenzado a disparar en su instituto.
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