Había
comenzado a llover pasado el mediodía, y en aquel momento el agua caía con
tanta fuerza que parecía estar llorando junto con la gente que ocupaba los
bancos de la iglesia.
No había podido averiguar quién
había fallecido a pesar de que había pasado un día entero, pero a juzgar por el
hecho de que mis padres no habían dejado de llorar desde que llamaran por
teléfono el día anterior por la tarde, así como que estábamos sentados en
primera fila, supuse que era alguien importante para ellos. Digo para ellos y
no para nosotros porque, al preguntarles, no me habían dicho quién era, por lo
que supuse que yo no conocía a la persona que yacía en ese momento dentro del
ataúd frente al altar. ¿Y si era el hermano con el que mi madre hacía veinte
años que no hablaba? Mis abuelos también estaban en la iglesia, y se les veía devastados,
por lo que no parecía una idea tan absurda.
De todas formas no iba a tardar
en averiguarlo: mis padres acababan de levantarse y se dirigían a dar su último
adiós al difunto. Yo me puse en pie detrás de ellos y me siguieron mis abuelos.
Cuando llegó mi turno y miré
dentro del féretro fue mi propio rostro el que me dio la bienvenida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario