Durante varios años, de niña y en la
primera parte de su adolescencia, había tratado de encajar con los que deberían
ser sus iguales. Cuando tuvo claro que no sería capaz de relacionarse con ellos
porque no tenían nada en común y no podía forzarse a sí misma a tenerlo. Pasaba
el tiempo sola, ignorada por todos a su alrededor y en silencio. Podía pasar
días enteros sin decir ni una sola palabra y llegó a sentirse como un fantasma,
un adorno o incluso como parte de la pintura que cubría las paredes.
En más de una ocasión entretuvo la idea
de suicidarse, y estuvo a punto de llevarla a cabo varias veces.
Ahora, años después, había encontrado
una solución a su extrema soledad: su mente. Poco a poco fue forjando paisajes,
personas y situaciones y, antes siquiera de darse cuenta de ello, comenzó a vivir
en su propia mente. Pasaba las horas del día en que tenía que convivir con
otros realizando los movimientos de forma mecánica, deseando que terminase el
día. Cuando llegaba a casa se tumbaba, cerraba los ojos y se marchaba a vivir a
un mundo donde sí era querida, donde no era un bicho raro por no ver tal o cual serie o no escuchar un determinado
estilo de música.
En su mente tenía amigos y gente que la
valoraba por sí misma.
Y en su mente quería quedarse para
siempre.
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